martes, 12 de febrero de 2013

Túnez: El fin de un sueño

                                             Antonio Hermosa Andújar*

La situación actual de Túnez tiene bastante de onírica. El sujeto de la revolución que dio origen hace ahora dos años a la primavera árabe, aboga por una segunda revolución para volver a la primera; entretanto, los partidarios del principal partido de la coalición en el poder, Annahda –quienes sólo tardíamente se sumaron a las luchas que acabarían derrocando al dictador Ben Alí-, se manifiestan en el centro de la capital portando pancartas con la leyenda Dégage (¡Lárgate!) contra la injerencia francesa, y haciendo llamamientos al conjunto de la población en defensa de la ya suya y por ende sagrada revolución.

El sujeto originariamente revolucionario clama por una segunda revolución a fin de restaurar la primera, mientras el que se subió en marcha al carro revolucionario la venera como el camino que llevará a Túnez directamente hasta Alá, aunque se deje atrás a una mitad amplia de la ciudadanía.

Chokri Belaid, máximo dirigente de un pequeño partido de izquierdas y laico, era un obstáculo en ese camino: los matones de Alá lo han removido acribillándolo a tiros. Uno de los más brillantes analistas del manejo de la violencia por parte de los islamistas al tiempo que uno de sus más activos denunciantes ante la opinión pública ha pagado así sus fechorías. Su propio asesinato parece en principio –por ahora, desde luego, por cuanto esas nubes de humo que se entrevén al fondo del escenario político no son sino las trompetas con las que se anuncia la guerra civil- coronar la espiral de violencias que desde el parlamento a la calle han sacudido a la sociedad tunecina.

De los polvos diseminados por los parlamentarios durante el debate constitucional, sobre todo a la hora de determinar el papel a jugar por la Sharía, y con él el de la mujer, en el futuro del nuevo Estado, hasta los lodos con los que justo a continuación los salafistas in primis han encenagado el debate público y la vida social, hay un hilo de clara continuidad al que diversos asesinatos han teñido de sangre: la quema de cines y exposiciones, las agresiones a periodistas o artistas, los ataques a los partidos políticos mientras celebraban mítines, las razzias en los mausoleos de santos musulmanes que no merecen estar a la diestra de Alá-padre, la saga de homicidios de varios políticos de la oposición en diversas ciudades del país, y que no se detendrá en la figura de Belaid, son parte de una y misma violencia islamista. Componen el documento, con firma y sello, que sintetiza por entero su concepción de la democracia.

Empero, el significado de este regicidio político dista de limitarse a constituir el episodio final y más brillante de la cadena de actos violentos que sacuden la escena pública tunecina, un canto al horror que en su desesperanza empieza a convocar la presencia de viejos espíritus para su remedio, como el ejército. A nivel personal enuncia la extrema dificultad para hacer política fuera de palacio, esa política que en coherencia con el credo democrático universalmente proclamado tras la expulsión del dictador parecía haber devuelto la paz y la unidad a una sociedad castigada por la pobreza y la autocracia.

La ficción de dicho pronunciamiento por parte islamista ha quedado pronto al descubierto, y es esa violencia fascista ya sin máscara de la que de continuo hace gala aquello que, a nivel social, más directamente denuncia el asesinato de Belaid. El cual, además, y como ponen de relieve tanto la gran manifestación en homenaje de la víctima como la réplica dada al día siguiente por partidarios de Ennahda y otros islamistas radicales, revela con máxima claridad la polarización social en la que se ha enconado la sociedad tunecina. Con su nuevo asesinato, los milicianos de la violencia han dejado visto para sentencia el juicio que les merece la democracia, esto es, que no hay diálogo posible con ellos entre quienes se profesan fieles a la misma. El espectro de la guerra civil ha empezado definitivamente a tomar cuerpo con este crimen.

La vileza y cobardía añadidas al crimen por parte de los fascistas islámicos es no haber reconocido aún su autoría. Cumplido el objetivo de asesinar -o mejor, una parte de él, puesto que Belaid era sólo uno entre los diversos objetivos seleccionados por el matonismo religioso-, se habría dado el paso quizá decisivo para el fin principal, del que aquél es sólo medio: llevar a la sociedad al borde del abismo de la escisión, donde ya no cabe esa vuelta atrás que sólo al diálogo y la negociación honesta entre las partes le está permitido lograr.

Con la sociedad fragmentada en bandos, con el sectarismo instalado en su seno, el enfrentamiento civil es la moneda con la que se saldarían las transacciones entre aquéllos, vale decir, l’occasione que el gobierno se vería obligado a aprovechar a fin de, monopolizando el uso de la violencia en beneficio de todos, poner orden en el gallinero social imponiendo como voluntad única la del más fuerte. Con lo cual, dicho sea de paso, el islamismo habría dado solución, sin buscarla, al enigma que tanta zozobra le provoca: si aferrar el poder para desde ahí educar a la sociedad o si educarla antes de gobernar. ¡Imaginen si quieren lo bien que sentaría al pluralismo, al humanismo y a la ciencia una educación así; y, ya que se ponen, imaginen la libertad y racionalidad de educandos semejantes!

Quizá, dado que el gobierno ha condenado el asesinato, sea excesivo incluir a todo el islamismo en un solo saco. Quizá. Pero aparte de que una cosa es predicar (de puertas adentro, claro está) y otra dar trigo (al exterior); es decir, aparte de que con su condena el gobierno islámico –los dos partidillos laicos que le acompañaban en el poder, ni cuentan- prosigue en su cínico intento de utilizar un doble lenguaje, dependiendo del destinatario del mismo, si local o forastero, lo cierto es que hasta ahora ha acompañado a los matones salafistas, y a los numerosos miembros y partidarios de su propio partido, en número siempre creciente más afines cada vez a los fascistas, por medio del silencio hipócrita de la complicidad.

Los salafistas han podido destruir, atacar y saquear a su antojo, con la complicidad tácita o explícita del gobierno o de su partido, hasta dar forma en lo que resta de sus mentes a ese enorme agujero negro moral que es la conciencia de impunidad, que ha impulsado su atrevimiento hasta la esfera del crimen, rematando su ciclo natural.

La salida del primer ministro Hamadi Jebali, que ha encontrado la primera oposición entre las filas de su propio bando, al objeto de atajar la crisis abierta con el crimen, ha sido la de declarar su intención de formar un gobierno de tecnócratas. Pero, se trate o no de un consejo de Angela Merkel, ¿qué otra cosa además del reconocimiento de su cada vez mayor soledad –ya ha sido abandonado por uno de los socios de su gobierno-, o de la confesión de impotencia que implica, esto es, la de reconocer la incapacidad de un gobierno islamista de gobernar para todos, lleva consigo semejante ocurrencia? De hecho, si su aspiración es mostrar su arrepentimiento por lo malo que ha sido con las víctimas de los matones y dar credibilidad a su promesa enmendar su acción en el próximo futuro, tenía otras formas de demostrarlo.

La primera de todas es, desde luego, favorecer la detención del criminal y la depuración de responsabilidades de los posibles cómplices; pero hay otras más, y de mayor trascendencia para el futuro de Túnez, como la de extirparse esa costilla criminal que le ha salido en su propio cuerpo, esto es, desmantelar la Liga de Protección de la Revolución, que hasta ahora se protege a sí misma y a sus hermanos de sangre religiosa, los salafistas; la de no obstaculizar la persecución judicial de los imanes que desde sus púlpitos predican el odio, la violencia, el asesinato y la guerra santa en Siria; o incluso la de poner los medios para intentar contener la deriva radical, volcada en teocratizar el Estado, de gran parte de su partido, irreversiblemente contaminado por el veneno de su máximo hechicero, Rachid Ghannuchi. Según se aprecia, no es de falta de trabajo de lo que podría quejarse el neutro Primer Ministro.

En realidad, Jebali es un prisionero más de sus creencias. Por mucho que se incluya a sí mismo y a la mayoría de los miembros de su partido en el islamismo moderado de los Hermanos Musulmanes, y que aspiren a diferenciarse de los fanáticos salafistas que hacen de la letra del Corán el santo y seña de su acción, simplemente porque cuando se tercia hacen decir a dicho libro lo que ellos quieren; y por mucho que ejercer las tareas de gobierno cree naturalmente una distancia con las normas de la confesión religiosa profesada, el fin último de este ayatolá sin corona, par al del resto de la manada cofrade, coincide con el de sus hermanos matones. Ello exige una doble puntualización: primero, que no todos los fines son jurídica ni moralmente lícitos, puesto que algunos de tales fines no son a su vez sino un medio para instaurar un régimen dictatorial; y, segundo, que cuando se comparten ciertos fines la comunión de los medios antes o después tiene lugar.

Ésa es la razón por la cual, cuando todos ellos hablan de libertad o de derechos, tales palabras sean el adjetivo que cualifica al sustantivo islam, en lugar de al sustantivo democracia. Y si a veces hasta se atreven a hablar de democracia islámica -y sin ánimo de insultar a la democracia, se entiende-, se debe únicamente a su deseo de ampliar el juego retórico con un oxímoron ininteligible. Quieren el islam porque odian la democracia: porque, en una democracia, el islam, en su forma actual, lisa y llanamente no puede ser. En una democracia, el islam sería una fe cierta más, una verdad absoluta más y, aunque con su dios único y todo, ese ídolo no pasaría de ser un dios único más. Un dios único, eso sí, que sin duda les castigaría con el fuego eterno por haberse dejado persuadir para convivir con los demás aceptando la democracia.

*El autor es escritor y filósofo español.



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